En la primera y segunda entregas de esta serie, he argumentado a favor de recuperar el pensamiento crítico, la competencia, la colaboración y la coordinación, como cuatro mecanismos que nos permiten tomar mejores decisiones e interactuar mejor con nuestro entorno inmediato. En esta tercera y última entrega de la serie, abordo el tema de la confianza en los árbitros y en las reglas como la quinta C que se requiere para afianzar una mejor relación con nuestra sociedad en general.
Sociólogos, historiadores, economistas, politólogos, antropólogos y todas las disciplinas propias de las ciencias sociales suelen tener discrepancias profundas y frecuentes sobre conceptos, metodologías, conclusiones, y enfoques desde los que sus ciencias buscan captar la realidad. Sin embargo, hay algo en lo que todas concuerdan: la base de toda sociedad próspera es la confianza entre sus miembros.
¿Cuánto confía usted en los miembros de su familia? ¿y en sus vecinos? ¿qué tal en sus colegas del trabajo o de estudios? ¿confía usted en los productos y servicios que consume? ¿qué tal en las personas que los ofrecen?¿confía usted en las leyes o en las instituciones que rigen nuestra convivencia en sociedad? ¿y en sus autoridades (de cualquier nivel)?
Nuestra apreciación de confiabilidad en los demás depende de la intensidad de nuestras interacciones con ellos. La gente con quien tratamos cotidianamente será más predecible -y por tanto nuestras decisiones sobre ellos o en conjunto con ellos serán más acertadas- que con desconocidos. Por ello, usualmente confiamos en: (1) la gente con quien hemos tratado con anterioridad y ha demostrado ser confiable, (2) o los desconocidos que nos han sido recomendados por alguien en cuyo criterio confiamos previamente. Sin embargo, nadie en sociedades tan extensas y complejas como las contemporáneas puede conocer e interactuar con todos, de modo que es necesario establecer mecanismos para confiar en aquellos de quienes no tenemos referencias: (3) confiamos en los desconocidos en general cuando sabemos que la ley y las instituciones nos protegerán y resarcirán del daño que pudieran causarnos.
Antes hemos dicho que un ciudadano con pensamiento crítico tiene la capacidad de allegarse de información y herramientas para colaborar, competir y coordinarse con los demás, pero esto sucede siempre y cuando pueda confiar en la información y en los otros directamente o bien en que, cuando exista un conflicto real, haya algún árbitro imparcial para resolver los diferendos con base en la aplicación de las reglas y normas mutuamente aceptadas. Dicho de otro modo, la confianza—y la desconfianza—funcionan en cascada. Por ello, el ciudadano en toda regla es la base de la democracia, entendida como la elección de candidatos para representarnos en un gobierno de quien esperamos reglas justas e imparciales para todos y que velen por su aplicación y cumplimiento.
No obstante, el llamado a la confianza no implica contradicción ninguna con el llamado al pensamiento crítico. Del mismo modo que llevar la competencia o la coordinación al extremo resulta ineficiente para quien desea ser ciudadano en lo particular—y por ende costoso para la sociedad democrática en lo general—llevar la crítica al extremo también es contraproducente. El pensamiento crítico como lo hemos definido en nuestra primera entrega se entiende sobre la base de un escepticismo que distingue la información adecuada de la inadecuada; algo que dista mucho del uso de la crítica como forma de agresión a las posturas contrarias a la nuestra.
La crítica real escucha y entiende de razones; es lo suficientemente abierta y humilde para reconocer sus errores de percepción, corregirlos, y cambiar de opinión. La crítica ciega llevada al extremo, como agresión, duda de absolutamente todo porque no discrimina los argumentos verdaderos de los verosímiles pero falaces; por lo tanto, en lugar de contribuir al desarrollo del ciudadano, lo encapsula en la burbuja de sus prejuicios porque no confía en nadie que no le refuerce su idea del mundo. La critica real aprende a distinguir en qué y en quién confiar, para privilegiar estas relaciones sobre aquellas que defraudan la confianza, pero se mantiene receptiva.
Conclusión de esta tercera parte: ¿Queremos candidatos y partidos confiables? ¿Queremos empresas, escuelas, organizaciones, autoridades e instituciones confiables? Dejemos entonces de deshacernos de nuestras responsabilidades ciudadanas y hagamos de nuestra vida, nuestras interacciones y nuestras instituciones propiedad y uso de ciudadanos en toda regla. Es hora de (re)construir los elementos más esenciales de nuestra sociedad e ir rescatando la confianza en sus aspectos más ciudadanizados. Es hora de prevenir que éstas fuentes de ciudadanía sean minadas por agresiones de una malentendida crítica agresiva, en lugar de ser fortalecidas mediante la crítica responsable. Es hora de aprender a confiar en los demás, a pesar de las diferencias.
Con esta entrega cierro la serie que en sus tres partes ha dado pie a respuestas muy interesantes de algunos de lectores. En atención a mi promesa de diálogo, en futuros textos daré a conocer algunas de esas respuestas así como mis comentarios a ellas para seguir las reflexiones. Mientras tanto, para quienes me leen en México, no se olviden de votar mañana (así sea nulo), sin cargar el peso de la patria sobre los hombros, pero con la convicción ciudadana de que el cambio verdadero de nuestras vidas depende de lo que hagamos día a día con ellas.
¡Ánimo!
Kabanovo, Rusia. 30 de junio de 2012.