En la primera entrega de esta serie, argumentaba apenas como un esbozo que el pensamiento crítico es la primera C fundamental como el proceso para formar nuestro fuero interno y el marco mediante el cual tomamos decisiones. En esta segunda entrega, propongo que respecto a nuestra relación con los demás, son tres Cs fundamentales las que debemos (re)aprender a emplear para ser mejores ciudadanos: la competencia, la colaboración y la coordinación, tres aspectos complementarios, igualmente importantes, y que van de la mano.
Si bien en distintos puntos de nuestra vida todos hemos requerido de las tres, cada vez es más raro encontrar a alguien que sepa distinguir cuándo es apropiado aplicar cuál, y más aún, cómo hacer cada acción correctamente. Esto se lo atribuyo a que sin el marco de referencia que nos da el pensamiento crítico, nuestras decisiones son controladas por creencias desarticuladas o por ideologías malentendidas que al ser llevadas al extremo suelen buscar la imposición y primacía de uno de estos aspectos sobre los otros: en el capitalismo individualista reina la competencia entre "individuos racionales" -seh, ahá, sobre todo racionales- en unos mercados perfectos y omnipresentes en cada aspecto de nuestra vida, en el colectivismo impera la perfecta coordinación de los actores -¡claro! todos juntos, intercambiando rosas y margaritas- sin dejar espacio para los ejercicios de rivalidad y poder, y así con casi cualquier ideología.
Entonces... ¿a qué me refiero con cada uno de estos términos?
Saber competir definitivamente no es ganar a toda costa -¿haiga sido como haiga sido?- y es algo que va más allá de emplear las rivalidades como motivadores para lograr eficiencias que nos permitan obtener alguna meta a costa de otros. Implica conocerse uno mismo en sus puntos fuertes y débiles; conocer el entorno en oportunidades y amenazas; conocer las reglas, hacer uso pleno de los límites y libertades que estas nos otorgan y acatarlas cabalmente; conocer al contrincante y tratarlo con respeto; pero sobre todo, saber competir implica saber ganar y saber perder, tomando de ambos casos lecciones valiosas para mejorar nuestros éxitos o corregir nuestros fallos en futuras iteraciones.
¿Cuántas personas en lo individual conocemos –nosotros mismos inclusive– que realmente compiten adecuadamente? ¿Cuántas instituciones, empresas u organizaciones podemos decir que son competitivas en todo el sentido de la palabra? ¿Cuántos entornos altamente competitivos –económicos, políticos, educativos, sociales, etc. – tiene México? ¿Sabemos cantar victoria respetuosamente ante el rival? ¿Sabemos aceptar nuestras derrotas?
Saber colaborar es aprender a trabajar en equipo, no como división de trabajo, sino realmente en aporte equitativo y comprometido hacia una misma meta. Sin duda implica cooperación, pero va mucho más allá: implica saber comunicarnos con nuestros colegas para intercambiar ideas, y que conste que me refiero a comunicarse plenamente, no a informarse mutuamente; implica tener mecanismos deliberativos y participativos para realizar acciones conjuntas consensuadas; implica tener asertividad para impulsar nuestras contribuciones cuando genuinamente estamos convencidos que es el mejor camino, y a la vez implica tener la humildad de escuchar, aceptar y aprender que las contribuciones de nuestros colegas pueden ser más adecuadas; igualmente, implica saber hacer críticas a la colaboración sin entrar en temas personales, y aceptarlas como tal, sin tomar ofensa. Por último, implica saber que el equipo gana o pierde como unidad y que todos son responsables por igual del éxito o del fracaso.
¿Cuántas personas que conocemos saben realmente colaborar? ¿Cuándo fue la última vez que se sintió a gusto en un equipo de trabajo que colaborara como hemos descrito anteriormente? ¿Cómo andamos en México en deportes u otras actividades que requieren del trabajo en equipo? ¿Sabrán colaborar nuestros estudiantes y nuestros profesionales? ¿Y nuestros políticos y autoridades?
Saber coordinarse se encuentra en un punto híbrido entre lo individual y lo colectivo. Si por colaborar nos referíamos al verdadero trabajo en equipo, por coordinación nos referimos, ahora sí, a la división de una actividad mayor en diferentes partes. Saber coordinarse con los demás implica conocer nuestros talentos, nuestras limitaciones, y cómo estos pueden ser complementados en conjunto con los de nuestros colegas de la manera más eficiente para lograr la mayor cantidad de sinergias posibles. Implica asumir responsabilidades individuales de lograr las metas específicas que nos tocan de un proyecto mayor; implica entender que el éxito conjunto radica en una acción concertada donde cada quien da su mayor esfuerzo, pero donde las obligaciones están limitadas. Claro que saber coordinarse también implica tener una estrecha comunicación con nuestros colegas, ya que el fallo de uno afecta a todos y el monitoreo constante del progreso total es sumamente importante, pero a diferencia de la colaboración, aquí si hay aportaciones individuales a los éxitos o fracasos colectivos.
¿Cuánta gente conoce que sepa coordinarse con otros sin entrar en rivalidades propias de la competencia y sin entrar en pisar terrenos ajenos más propio de la colaboración? ¿Cómo se coordinan los diferentes departamentos de una empresa, o las diferentes facultades de las universidades donde ha estado? ¿Cómo se coordinan nuestras autoridades entre diferentes ramos gubernamentales, o entre los poderes de la unión, o entre diferentes niveles de gobierno?
Conclusión de esta segunda parte: ni todo es competencia, ni todo es colaboración, ni todo es coordinación; cada cosa en su momento y siempre procurando llevar a cabo cada tarea lo mejor posible en un marco de respeto mútuo. Sólo cuando seamos conscientes de todo lo que cada uno de estos mecanismos implica, aprendamos a emplearlos por igual, y combinarlos según las diferentes situaciones que nos toca vivir día con día, podremos ir mejorando nuestras relaciones con los demás.
Habiendo entendido como mejorar nuestro fuero interno y nuestras interacciones cotidianas, es obvio que no todo será miel sobre hojuelas y que siempre existe la posibilidad de que hay conflictos genuinos -no los teatritos que luego vemos porque la gente no sabe competir, ni colaborar, ni coordinarse- donde todas las partes en pugna haciendo uso de su pensamiento (auto)crítico están plenamente convencidas de que tienen la razón. Es entonces donde se hace evidente la necesidad de un árbitro confiable que interprete la situación a la luz de las normas y reglas de convivencia establecidas.
Es precisamente esa quinta C de confianza en los árbitros y en las reglas, la que abordaremos como base del rescate de nuestra relación con la sociedad en general en la tercera parte y final de esta serie.
Moscú, Rusia. 28 de junio de 2012.